miércoles, 28 de mayo de 2008

Carta al hombre que mas amé

"Es un buen tipo mi viejo..."

Hoy cumplirías noventa y ocho años, y aunque no te pueda dar un beso como solía hacerlo cada mañana de los 28 de mayo, diciéndote que te adoro, mordiéndote el lóbulo de la oreja izquierda, no quiero dejar de escribirte como si estuvieras acá, como siempre estuviste, a mi lado.

Feliz día. Lo escribo así, sin pompas, sin exclamación. Tu ausencia no pasa desapercibida en mi vida, sin embargo, saber que cuento con un ángel más en el cielo -el que más me ha querido- me permite vivir plenamente pues tengo la tranquilidad de saberme protegido.

Un día soleado, maravilloso, perfecto para festejar tu unión con la Mencha, una vez más, pero ahora allá arriba. El estruendo de las trompetas de la banda militar rompiendo el doloroso silencio, rindiéndote los honores que nunca serán suficientes, el llanto ahogado de los que te quisieron, el respeto solemne de quienes te admiraron, el agradecimiento eterno de los que te gozamos.

Tu cuerpo inerte descendía lentamente sujetado por dos bandas de lona verde, llevándose tan sólo tu envoltura ya avejentada, arrugada, frágil. Yo permanecía parado, solo, aislado, dándole gracias a la vida por haber nacido bajo tu mismo techo, el techo que tú construiste para mí, tu más ferviente admirador.

Los amigos dieron vuelta de página, y caminaron compungidos dejándote atrás en la tranquilidad de aquel hueco adonde habías entrado a descansar finalmente. Yo no pude. Necesitaba un momento a solas contigo. Un minuto más en tu compañía. Un tiempo para conversar contigo de hijo a padre, y agradecerte por la oportunidad magnífica de haberme hecho hombre a tu lado, para confesarte que fue un privilegio haberte tenido como ejemplo, como guía, como maestro.

Vine al mundo exactamente setenta años, tres meses y un día después que tú, y a pesar de haber entrado en tu vida un poco tarde, tu jovialidad, tu ternura, tu cariño inocente y sincero de padre primerizo -porque fuiste mi primer padre-, llenaron mi vida de hermosos, aleccionadores momentos que siempre albergaré en el lugar más recóndito de mi ser, aquel sitio que no comparto con nadie porque ni yo sé dónde se encuentra; sólo sé que está ahí, pensando en ti, recordándote con alegría y nostalgia, con amor y melancolía.

Fuiste único, irrepetible, ejemplar. Hoy, y porque no he olvidado lo que me fue pedido, cumplo mi promesa. Al mes de tu partida física, reunidos para recordarte, tuve la dicha de compartir mis sentimientos, mis pensamientos, la imagen tuya que dejaste tatuada en mi corazón, en mi mente, en mi alma. Como dije aquel día, aún evoco en la memoria aquella tarde de invierno; yo echado a tus pies sobre la alfombra de la sala, un niño curioso jugando con los Legos. Tú, sentado leyendo el periódico, interrumpes tu lectura y preguntas: "Pitín, ¿qué quieres ser de grande?". De la forma más infantil y sincera te respondí que no tenía idea.

Pues hoy, si tuviera otra vez la oportunidad de responderte, me sentaría junto a ti, miraría tus ojitos pequeños y avellanados, te mordería una sola vez más la orejita y te diría al oído, más seguro que nunca y con la convicción inquebrantable que siempre me inculcaste:
"Como tú, gordo".

jueves, 8 de mayo de 2008

Renacer

¿Cómo empezar? La pregunta ha rondado mi cabeza ya durante varios días. Debo contar acaso cómo te conocí o quizás cómo has cambiado mi vida. La verdad no sé, por ahora sólo me queda dejar que las palabras fluyan, que los sustantivos lideren, que los adjetivos adornen y que los verbos se conjuguen, tal como se conjugaron nuestras almas aquella memorable noche al unir nuestros cuerpos al son de los tambores y timbales del caribe dominicano.

Te conocí sin querer conocerte. Estabas frente a mí, con la mirada oculta entre los cabellos achocolatados, los ojos rutilantes clavados en los libros como si ellos fueran los únicos capaces de protegerte del vendaval de emociones que amenazaba tu indomable soberanía. Dije tu nombre y apenas escuché una réplica tuya. Tu voz insonora se diluyó en el ambiente saturado de ese salón donde nunca imaginé conocería la felicidad. No osaste levantar siquiera la mirada, pues sabías de antemano que yo ya tenía grabada en la mente aquella conjunción nombre-rostro que te definía como persona.

Aquél a quien ya habías visto en más de una ocasión, y que nunca te había notado, se encontraba en ese momento delante tuyo, retándote a salir del capullo en el cual te habías cobijado durante tanto tiempo, pues era inconcebible que una mujer como tú permaneciera siquiera un segundo más en el anonimato infame de la soledad perpetua.

Fue una lucha ardua, intensa, vibrante. El capullo era más duro de lo que creía, mas poco a poco parecía colapsar ante las incesantes arremetidas de mi ingenio desvergonzado. Ya no me importaba nada, sólo descubrir qué maravillas ocultaban aquellos ojos colmados de nostalgia que clamaban por un renacer, por una nueva oportunidad.

Y así fue. No cesé ni un segundo. Esta vez no me dejaría vencer por la adversidad como cuando era un cobarde adolescente. La experiencia me había enseñado que las cosas buenas no sólo se merecen, se buscan hasta conseguirlas. Y tú, sí, sólo tú podrías ofrecerme el mismo renacer que yo decidí brindarte cuando por primera vez nuestras miradas se encontraron y nos perdimos en la expresión de nuestros propios deseos, sin reparar en los que ocupaban el mismo espacio agobiante, sin el acoso detestable del tiempo que todo lo limita, que todo lo apura, que todo lo termina.

Un café, un libro, un concierto y un Mudslide. Así nació todo. Ellos serán siempre los vínculos que traerán a la memoria el éxito innegable, rotundo de aquella primera cita. El beso que no nos dimos pero que en todo momento deseamos llegó tan sólo dos días después, ya con los cuerpos empapados sobre el ambiente claustrofóbico de una pista de baile donde no había nadie más que nosotros contoneando los cuerpos al unísono de las melodías provenientes de los enormes parlantes apostados en las oscuras esquinas.

Tuve que buscar tus labios escurridizos, traviesos, juguetones. Tu mirada permanecía sumergida en los movimientos sincronizados de nuestras piernas como si sintieras vergüenza de tus tímidos sentimientos. Juan Luis hablaba del costo de la vida y cómo éste sube otra vez, y así tuve yo también que subir tu rostro para ponerlo frente al mío y por fin perderme en el impacto descarnado de mi boca contra tus labios inermes, embriagantes.

Lo que vino después queda sólo para nosotros pues la historia recién comienza. Tú y yo, felices protagonistas, seremos los encargados de tatuar en las propias almas, seguramente con menos lágrimas que sonrisas, el porvenir de esta increíble relación no prevista, no planeada, no imaginada.

Hoy sé que hemos renacido juntos.