lunes, 15 de diciembre de 2008

Incontrolable

Escoltado por dos guardias de la policía nacional, caminaba rápidamente por un corredor oscuro y maloliente, atiborrado de pintas en las paredes, todas ellas por demás obscenas y desagradables. A la velocidad con que me desplazaba, tuve tiempo de leer sólo unas pocas. Una se grabó instantáneamente en mi mente: “Veni, vidi, vici”. ¿A quién se le ocurriría usar la célebre frase de Julio César en un lugar tan vulgar y, además, con qué fin? Mi mente empezó a trabajar a mil por hora pensando en motivos por los cuales alguien optaría por escribir en la pared de aquel corredor “vine, vi y vencí”. La pregunta se quedó flotando en mi cabeza: ¿A quién venció?

El corredor se iba haciendo más oscuro y mis miedos más intensos. Sabía a ciencia cierta que de ésta no tendría regreso, pues había excedido el límite de lo moralmente permitido y merecía el castigo que me esperaba. Había logrado asumir mi culpa desde mucho antes de ser siquiera descubierto, e irónicamente, no me arrepentía. Lo había hecho con el conocimiento pleno de lo absurdamente estúpido que era, pero ni eso me detuvo. Ya había empezado y no había vuelta atrás. Se había convertido en un vicio, una adicción, la droga sin la cual mis días no tenían sentido, el dulce elixir de vida, único motivo por el cual me despertaba durante cada una de esas infernales, casi demoníacas mañanas de invierno. Pasar noches completas en vela esperando que por fin amanezca y el deprimente cielo limeño tome ese color grisáceo tan peculiarmente detestable había sido sólo soportable gracias al patético, casi enfermizo entusiasmo que me generaba la idea de volver a hacer lo que había empezado casi como un juego, una travesura sin pies ni cabeza que nunca pensé me podría llegar a obsesionar de tal manera. Los vaivenes mentales en los que me sumergía pensando cómo lograría mi cometido en cada nueva oportunidad me mantenían absorto durante el trabajo. Se había vuelto casi imposible seguir cumpliendo con mis labores cuando no dejaba de pensar qué haríamos, cómo lo haríamos y, sobre todo, qué pasaría si nos descubrieran. La adrenalina me mantenía al límite de la razón pues no pensaba en otra cosa que salir corriendo y dejar que mis instintos se apoderen de mi cuerpo, de mi mente, de mi alma.

Cada vez que lo lográbamos, la rutina se repetía. Llegar, tocar el timbre, entrar al departamento y empezar con un inocente beso, un roce ínfimo de nuestros labios que sabíamos sería la antesala a todo lo que vendría después, ya presas del desenfreno y el deseo irreprimible. Siempre empezaba todo con un mensaje matutino, claro, conciso, mágico: “Todo listo, te espero”. Apenas leía ese mensaje, todo a mi alrededor perdía sentido. Ya no estaba presente, la perspectiva de lo que me rodeaba se diluía en imágenes y olores que ya estaban grabados en mi mente de forma perenne, quizás lo único que nadie me podría quitar. El perfume de su cuello, la suavidad de sus manos, la desviación constante de sus ojos hacia mi vientre, mordiéndose el labio inferior, deseosa de ver qué escondía entre las piernas. La perfecta redondez de sus senos, su cintura incandescente, abrasiva, magneto inevitable para mis manos que perdían la cordura cuando la abrazaba por detrás, rozando todos mis atributos contra la curvatura vertiginosa de su baja espalda.

Cuando el celular vibraba dentro del bolsillo de mi pantalón, mi mente reaccionaba inmediatamente, despertándome del letargo, dándome una prueba absoluta de que aquella mañana, una vez más, tendría suerte. Automáticamente, mi cerebro proyectaba sin cesar las imágenes de ambos desnudos sobre su cama, ella diciéndome al oído lo mal que estaba lo nuestro, pero al mismo tiempo exigiéndome que acabara dentro de ella, que la hiciera mía hasta donde las fuerzas me dieran, vertiendo en su interior, así, sin pensar, toda mi desesperación, llenándola de mí, por favor, te lo suplico.

Una vez en su habitación, no teníamos cómo detenernos. Jurábamos una y otra vez que aquélla sería la última vez que lo haríamos, pero ambos sabíamos que todo era una mentira, una patraña perfectamente planeada en ese instante desbordante de sabores y sensaciones para justificar la continuación de la empresa sin retorno en la cual ya nos habíamos embarcado. Eran minutos trepidantes, alucinantes, indescriptibles, y exacerbados aún más por el aura de incorrección que los rodeaba. Nos encantaba saber que lo que estábamos haciendo estaba mal, pésimo. Era una relación perversa, pérfida, prohibida, y todo eso la hacía única. Por eso no tendría fin. Qué equivocados estábamos.

Faltaban pocos pasos para llegar al final del corredor, donde se encontraba aquella puerta metálica, sólida, testigo silente del sufrimiento de aquellos que de una u otra forma hicieron lo que les provocó mientras pudieron. Cerré los ojos y me dejé llevar por los brazos policiales que me sujetaban, pensando cómo nos habían descubierto aquella mañana de invierno, de la manera más absurda e impensada, todo por un error de cálculo. Nunca debiste dejar el celular apagado. Sabías que él siempre llamaba antes de llegar a tu casa. Ahora yo estoy acá, muerto de miedo, a punto de traspasar el umbral de aquella atemorizante puerta, mientras él, bajo tierra, se revuelca en su putridez con el alma sin descanso por la traición y la marca en el cuello de la punta del lapicero de tu mesa de noche que me salvó, momentánemente, de la muerte. Y tú, en una clínica, internada por los desgarros sangrantes que te produje al salir tan bruscamente de entre tus piernas, con un niño en camino, cuyo padre, no es aquél que ya fue enterrado, sino éste, que está a punto de ser ejecutado, tu mejor amigo.

Ahora entiendo a quién venció aquel infeliz que pintó la pared. Venció a la moral, al buen comportamiento, pues rebasó los límites de lo estrictamente correcto sin arrepentirse, sin mirar atrás, tal cual lo hicimos tú y yo. Ya mañana, nuestro hijo, sin haber siquiera nacido, será huérfano.


miércoles, 15 de octubre de 2008

Canción 14

Uno.
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El cielo, celeste. El mar, azul. Las olas traen a reventar a nuestros pies el agua salada de aquel océano eterno que siempre añoramos, deleitándonos con la danza de burbujas que cubren nuestros tobillos, en un vaivén de sensaciones harto conocidas pero que al parecer nunca antes experimentamos. Tú caminas hacia un extremo. Yo voy en dirección opuesta. Llevas en la mano una nota que te pedí no leyeras hasta que llegues al sitio donde te besé por primera vez. Ahí, en esa esquina donde la playa parece perderse en el infinito, yace el comienzo de una historia que jamás terminaremos de contar. Ahí, donde por primera vez nos vimos hace más de seis años y sin querer, en una tarde de verano que ya nos dejaba, toda ella pintada de un sinfín de tonos anaranjados, rojos y amarillos que anunciaban que el sol ya estaba cansado y era hora de que se fuera de vacaciones, quizás para no volver hasta una siguiente mañana de setiembre, o quizás de octubre, o quién sabe si sería en noviembre, en que nos volvería a gritar en la cara que ya había vuelto y era hora de ser felices nuevamente. Yo camino lento y sereno, chapoteando en la orilla, tratando de esquivar las arremetidas de las minúsculas cantidades de agua que querían empaparme los pies otra vez, esperando el momento exacto para voltear y verte a cientos de metros de mí, iluminada por aquellos rayos solares que delimitarían la hermosura de tu candorosa silueta, deteniéndote en el horizonte a leer aquella nota en la que he puesto mi corazón entero a tus manos, dejando expuesta, totalmente al descubierto y vulnerable, mi vida, para que hagas con ella lo que tú quieras.
.
Dos
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Imaginaba tu rostro quemado por el sol, escondido tras el metal luminoso de los lentes de sol, bastión perenne de defensa para ocultar la melancolía de tus ojos.
Imaginaba tus pies no tan pequeños dejando huellas temporales en la arena que el mar se encargaría de borrar en cuestión de segundos.
Imaginaba tu andar cadencioso, felino, por el borde imperceptible que dividía y contrastaba la pasividad costeña con el revoloteo interminable de aquel mar helado.
Imaginaba el temblor de tus manos al abrir aquella nota en el extremo del mundo, y leer escrita en mi ya casi olvidada y nerviosa ortografía, la siguiente oración: 'Saca el iPod que no sabías estaba en tu cartera y pon la canción 14'.
Imaginaba tu búsqueda desesperada para encontrar ese artilugio infernal que casi no sabías usar aún, dentro de aquel baúl de lona celeste repleto de granos de arena con olor a coco y vainilla.
Imaginaba la ansiedad de tus movimientos para hacerlo funcionar y de una vez por todas llegar a la canción 14.
Imaginaba que llegabas a la canción 14 y escuchabas cómo comenzaba una melodía, nuestra melodía, la que más de una vez yo te había susurrado al oído parados en el mismo lugar donde ahora te encontrabas.
Imaginaba la sorpresa que te causaba la pausa en aquel himno de nuestro amor para escuchar mi voz a través de los audífonos preguntándote, sí, yo, a través de los audífonos, preguntándote, en plena canción 14 cargada en ese iPod que llevabas en tu cartera de lona celeste en el extremo de aquella playa donde tú y yo nos habíamos conocido y besado por primera vez frente a aquel horizonte anaranjado, y amarillo, y rojo, con aquel mar que fue y será el primer y mejor testigo de nuestro amor, si por favor aceptarías ser mi compañera de vida, mi mejor amiga, mi mujer, mi esposa, mi amante, aunque...
Imaginaba las lágrimas corriendo por tu mejilla, una sonrisa dibujada en tu rostro iluminado con un brillo inusual, y yo, detrás tuyo, arrodillado a tus pies pidiendo me des tu mano y tu corazón y tu alma, besándote, acariciándote, sintiéndote y dándote para siempre mi mundo entero, o al menos, el que alguna vez fue.
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Tres
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Todo eso imaginaba pues nada más podía ahora hacer, ya que ayer, bajo ese mismo cielo celeste y frente a ese mar azul, yo dejé de existir.

miércoles, 8 de octubre de 2008

Gemas almelas

-En serio, ¿crees que ya estamos listos?- pregunté.

-Pero...¿aún lo dudas?- me dijo ella, esbozando una sonrisa coqueta y nerviosa.

-Pues entonces...dale, vamos a hacerlo- dije.

Paula y yo nos conocíamos de toda la vida. La fortaleza de nuestra amistad era una de las pocas cosas de las cuales yo siempre había estado seguro. Aunque valgan verdades, hablar de amistad podría sonar confuso dada la real magnitud de nuestra cercanía. Nuestra relación siempre había sido motivo de incomprensión y, hasta cierto punto, suspicacias. Paula me conocía como nadie en este mundo, y eso era algo que me volvía loco. Con ella no podía tener secretos, no podía ocultar, no podía fingir, no podía nada. Siempre afirmábamos que lo nuestro había empezado en un mundo paralelo en el cual éramos una sola alma que se había separado en dos pedazos que encajaban perfectamente.

Y sucedió un día que estas almas gemelas, Paula y yo, decidimos tomar una decisión que cambiaría nuestras vidas. Era una perfecta mañana de verano en febrero en la que nos levantamos totalmente resueltos a experimentar algo que habíamos pospuesto durante mucho tiempo. Esa mañana, simplemente nos despertamos, nos mandamos un par de mensajes de texto y llegamos a la conclusión que era por fin tiempo de hacerlo. No había motivo alguno para esperar, pues ambos sabíamos que nuestra relación no podía ser más fuerte de lo que ya era, que ninguno de los dos alcanzaría con alguien más el grado de confianza que habíamos logrado alcanzar entre nosotros, o sea que si algo salía mal, nadie mejor que el otro para ayudar a afrontar la situación y el posible sinsabor de la novedad; eso, obviamente, en el peor de los casos.

Salimos temprano de nuestras casas y enrumbamos hacia Miraflores. La idea era encontrarnos a las diez de la mañana en el Parque Kennedy justo enfrente de la iglesia. No sé si Paula estaba tan nerviosa como yo, pero la verdad es que aquella noche no pude pegar un ojo. Cuando salí de mi casa, casi rompo la caja de cambios de mi carro porque no embragué lo suficiente. Mis movimientos eran totalmente descoordinados, torpes. Estuve a punto de arrollar a una señora que me recordó hasta el último de mis antepasados con boca, manos y creo que hasta con los pies. No me percaté de una luz roja y casi me empotró en un taxi Tico que iba a quedar peor que el puré de manzana que mi mamá siempre prepara para la Nochebuena. A pesar que siempre me sentí un as del volante, aquella mañana manejé peor que ciego parapléjico con Parkinson. Gracias a Dios, logré llegar a mi destino sin ninguna baja que lamentar, para beneplácito de mi espíritu y mi billetera, la cual solo contaba con el dinero suficiente para pagar los costos de lo que Paula y yo habíamos acordado hacer.

Como era de esperarse, en mi condición de 'macho' dentro del binomio que ambos formábamos, fui yo quien llegó a la hora acordada. A pesar que era relativamente temprano, el calor arreciaba sin piedad y eso hacía que la espera sea aún más desesperante. Me movía como un muñeco porfiado de un lado para el otro intentando apagar el incendio que me consumía internamente, no sólo producto de los 31 grados que hervían a cada uno de los transeúntes miraflorinos, sino de la mezcla de emoción y pavor que cubrían cada recoveco de mi empapada anatomía. ¿Y Paula? Bien, gracias. Probablemente recién salía de su casa y estaba a punto de mandarme un mensaje al celular diciendo: "Ahorita llego JC, ya estoy en camino".

Pues no, el destino me cerró la boca de un certero puñetazo y exactamente a las 10:08 vi la silueta de Paula acercándose al punto de encuentro y a paso ligero por la Av. Larco. Vestía unos shorts blancos muy ajustados que dejaban ver sus tersos muslos más de lo debido. Un polo celeste escotado y amarrado con dos tiritas sobre la nuca, que mostraba a plenitud el ombligo agujerado con el piercing coquetamente adornado con una carita feliz. A todo este relajado y veraniego outfit habría que añadir un par de sandalias blancas con pequeñas lunas celestes que permitían ver sus lindos y femeninos pies de uñas resplandecientes y perfectamente cortadas, la cartera con las mil y un baratijas que toda chica de veinte años suele llevar, el pelo empapado y brillante por el baño reciente con champú de almendras y sábila, cuidadosamente recogido sobre un lado de la cara sin una gota de maquillaje y unos lentes de sol que le daban un aire de diva adolescente en pleno apogeo. En suma, Paula lucía deliciosamente apetecible.

Al verla, sentí que las piernas me temblaban más que agujas de sismógrafo en pleno terremoto. La utópica realización de uno de nuestros mayores anhelos parecía estar por fin en vías de volverse una verdad concreta y tangible. ¿Y yo? Sólo quería correr de ese lugar, volver a tener diez años y jugar con mis Transformers, cuando la vida era mucho más fácil, aunque no tan divertida.

-OK, aquí estoy. Lista, emocionada pero serena, y en pleno uso de mis facultades.

-Dichosa tú...

-¿Qué dijiste?

-Nada, que estás hermosa tú.

-Ay JC, tú siempre con tus cosas. ¿Vamos ya?

-Pues...este...sí. Vamos, ya está todo arreglado. Ayer llamé y dije que iríamos hoy a las diez y media, así que estamos a tiempo. Además, es martes así que no creo que haya mucha gente.

Llegamos a las 10.40 de la mañana. Estacioné el carro a media cuadra pues no quería que nadie supiera lo que estaba a punto de hacer, y menos aún que se enteren que había ido ahí con Paula. Tocamos el timbre de la reja y ésta se abrió automáticamente. Paula entró delante mío y yo cerré la reja, tratando antes de mirar a todos lados para ver cuántos de los moros que andaban por aquellas costas podrían reconocerme. Una vez dentro, Paula se sentó en uno de los sillones en el hall de entrada y yo me acerqué a hablar con la señorita sentada detrás del mostrador.

Di mi apellido y pagué la tarifa correspondiente. La señorita me dijo que esperáramos unos minutos. Como matando el tiempo, empecé a observar el sitio. Era una casa antigua de dos pisos, enchapada casi toda en madera y con balcones hacia la calle. No muchas personas trabajaban ahí. Seguramente era un negocio familiar que no tendría más de diez años en aquella calle transversal a la Av. Pardo. Miré a Paula de reojo y vi que hacía lo mismo que yo. Sus ojos se movían desordenadamente tratando de apreciar los detalles de todo el ambiente que nos rodeaba. Dios, qué linda estaba. ¿Cambiaría eso después de...? No, no creo. Paula fue, es y será siempre la misma chica, mi mejor amiga, mi alma gemela.

-Señor Del Águila, ya pueden pasar. Es en el segundo piso- dijo la señorita del mostrador.

-Gracias- fue lo único que atiné a responder.

Entramos a la habitación y Paula lo hizo nuevamente por delante. Atravesé el umbral de la puerta y todos mis temores se aglomeraron dentro del estómago amotinándose en contra mía. Paula se quitó rapidamente el polo celeste de tiras amarradas sobre la nuca y pude ver las perfectas curvas de sus veinte años tan sanamente vividos. El sostén strapless color piel apenas cubría la curvilínea voluptuosidad de sus dos mejores atributos. Me quede boquiabierto al ver la soltura y naturalidad con que Paula se había despojado del polo y ella pareció notar mi cara de estúpido incrédulo. Soltó una discreta carcajada que cubrió mi rostro de un rojo policromado brillante que no supe cómo disimular.

-Paula, ¿estás segura que esto es lo que quieres?

-Maldita sea JC, ¿sabes qué? Si no estás seguro, me pongo el polo de una vez y nos largamos ahorita mismo. Estoy harta de tus inseguridades. Hace años que hablamos de esto y cuando por fin nos decidimos a hacerlo, venimos al lugar indicado, pagas, entramos acá y... No me jodas, sí quiero y quiero que seas tú el que esté conmigo así como quiero pensar que tú también quieres que sea yo la que esté contigo en este momento.

-OK, tienes razón. Yo también quiero esto. Please, no te molestes conmigo.

Yo también me quite el polo y vi cómo Paula no quitaba sus ojos de mi cuerpo. Tantas veces nos habíamos visto en la playa, o en la piscina de la casa de Rocío o la de la casa de Andrés, así como estábamos ahora, sin polos, y nunca hubo un ápice de vergüenza o pudor. Pero las circunstancias no eran las mismas, eso era un hecho.

Me recosté a menos de cincuenta centímetros de Paula y nos echamos de costado, mirándonos. Ella, sobre su brazo izquierdo. Yo, sobre el derecho. Cerramos los ojos y hubo un momento de silencio antes que de mi boca salieran las tres palabras más sinceras que alguna vez expresé:

-Paula, te quiero.

-Yo también JC. Mucho, ¿sabes? Y estoy feliz de hacer esto contigo.

De pronto, escuchamos el encendido de un interruptor y un pequeño motor empezó a rugir silenciosamente. Una voz ronca y siniestra rompió el vacío del momento y dijo:

-Bueno chicos, ¿listos para sus primeros tatuajes?

martes, 2 de septiembre de 2008

185 días, 8 horas, 43 minutos

"Eres lo que tanto esperaba
Lo que en sueños buscaba
Y que en ti descubrí..."


Oye, tú. Sí, tú.
¿Qué haces ahí?
¿Por qué no sales?
Ven, yo te ayudo.
Toma mi mano. Yo te guío.
No, no debes tener miedo.
Yo estoy acá, para ti.
¿Crees que no puedes?
Confía en mí.
Yo sé que puedes.
Confía en ti.
Como yo lo hago.
Yo confío en ti.
Sé quien eres.
Sé cuanto vales.
Vamos, anda.
Dales la oportunidad.
No seas egoísta.
Déjalos verte.
Dáte a conocer.
Déjate notar.
Por favor.
Salgamos juntos.
Tomados de la mano.
Por donde nos lleve el camino.
Brillando, sonriendo, soñando.
Gritándole al mundo que acá estamos.
Yo sé que lo lograrás.
Lo lograremos.
Y así será.
Hasta el fin de nuestros días.
Y siempre, siempre, juntos.

jueves, 19 de junio de 2008

De olores y sudores

En cuestión de mujeres, siempre fui un soñador, romántico, idealista…en pocas palabras: un idiota. Durante la adolescencia, tenía la perenne idea que conocería a la chica de mis sueños, aquélla que me robaría el corazón, con quien esperaría los atardeceres frente al mar, yo abrazándola por detrás, ella dejándose asir por la espalda, observando el sol ocultarse con la mirada perdida en el horizonte.

Hoy, a mis veintinueve años, tengo el recuerdo impreso en la mente del primer momento en que estuve cerca de una chica. Su nombre era Brenda, una amiga del grupo con el cual pasé mis años de adolescente. Brenda era ocho meses mayor que yo. Tenía la piel blanca y ojos pequeños color caramelo muy profundos, eternos, casi infinitos. La nariz respingada, la cara angulosa, el pelo cayendo en ondas inmensas sobre los hombros estrechos, tímidos. Tenía las piernas finamente alargadas, delgadas y firmes, cubiertas de una tenue capa de minúsculos vellos rubios. Hoy, al mirar atrás, debo aceptar que no era la más brillante de las chicas que alguna vez conocí, pero cuando se tiene trece años y tu cuerpo es una maraña de hormonas que dificultan la claridad de pensamiento, qué importa si la mujer de tus sueños no es la reencarnación de Marie Curie.

Durante un verano completo yo viví perdidamente enamorado de Brenda, pero nunca me atreví a decírselo. Todas las noches durante tres meses me imaginé la puesta del sol frente al mar de Ancón besándola, diciéndole al oído que la amaba, que nadie la haría tan feliz como yo. Mi idiotez alcanzaba límites inimaginables cuando divagaba pensando en un futuro a su lado. Aún no me había terminado de cambiar la voz, tenía cuatro pelos ridículos a los costados de los labios, y ya perdía el tiempo pensando en veladas amorosas y relaciones duraderas. Todo un papanatas.

Cuando Brenda se acercaba a mí, la piel se me erizaba. Creo que ella nunca se dio cuenta de lo que yo realmente sentía, pues a pesar de ser un estúpido, convicto y confeso, usaba como único bastión de defensa la innata capacidad histriónica heredada de quién sabe cuál de mis ancestros. A su lado yo era el chico más relajado, despreocupado, cool del universo. Conversaba con ella con increíble soltura, como si con las justas me percatara de su presencia. Era la única arma de la cual disponía. Si Brenda hubiese sido un poco más perceptiva, quizás suspicaz, se hubiera dado cuenta que detrás de esa apariencia de 'chibolo limeño conchudo', había un pobre niño cobarde al cual le temblaban las piernas con el solo perfume que emanaba de las hebras de su ondulado pelo.

Hoy evoco aquellas tardes de verano en su casa, jugando a “las escondidas”, “las chapadas”, o “cucurucho” - aquel juego en el que nos escondíamos todos menos uno dentro de una habitación y el que había permanecido fuera del cuarto tenía que entrar para adivinar dónde estaban todos los escondidos. Ése era sin duda mi juego favorito. En mi memoria siempre quedará una tarde de febrero, cuando el calor parecía arreciar más que nunca, en la que decidimos jugar precisamente “cucurucho”.

Estábamos todos los del grupo en la casa de Brenda. Habíamos almorzado hamburguesas con papas fritas junto a la piscina, y luego de bañarnos relajadamente, aún nos quedaban varias horas de la tarde para hacer algo divertido. Alguien propuso jugar algo. Ni corto ni perezoso, me apuré a sugerir “cucurucho”. Hubo gestos de aprobación en casi todos, así que por mayoría se acordó que jugaríamos mi juego favorito. La vida me sonreía: sería la oportunidad perfecta para estar dentro de un cuarto, a oscuras, cerca de Brenda.

Como el cuarto del hermano de Brenda era el más grande de la casa, decidimos jugar ahí. Habían dos camas, un escritorio, el televisor y un ropero amplísimo, que iba de pared a pared. Éramos ocho las personas que jugaríamos, así que el primero en salir del cuarto sería decidido a través del “yan kem po”. Inmediatamente me embargó un sentimiento de ansiedad, pues no quería, por ningún motivo, que Brenda o yo tuviéramos que dejar la habitación. Luego de una ardua y estresante muestra manual de tijeras, papeles y piedras, fue Susana la que debió salir. Todo iba a pedir de boca.

Susana salió y teníamos aproximadamente un minuto y treinta segundos para escondernos. Los siete que habíamos permanecido adentro corríamos como borregos descarriados tratando de no chocar los unos con los otros en pos de un escondite indescifrable. Juan y Marco optaron por el enorme ropero de Gianmarco. Éste último se arrodilló, agachó la cabeza y se metió debajo del escritorio, con mucho cuidado de no golpearse. Esther y María Fernanda se escondieron debajo de la cama de Gianmarco, dejando como único lugar posible, la otra cama de la habitación. Brenda y yo sentimos que nos quedábamos sin tiempo, pues Susana anunciaba desde el exterior que estaba a punto de entrar, sin importar que estuviéramos o no todos escondidos.

“¡Apúrate, los dos debajo de esta cama!”, fue lo único que atiné a susurrarle al oído. Brenda obedeció, extendió su hermoso cuerpo sobre la alfombra y rodó hasta sumergirse por completo debajo de la cama de dos plazas que acompañaba a la de su hermano. Yo hice exactamente lo mismo, y quedé a su lado, a centímetros de su rostro, inmóvil y absorto, abrumado por la ínfima distancia que nos separaba.

Susana entró en la habitación y el juego empezó. Para mí, lo único que contaba era la proximidad que tenía con la chica de mis sueños, la futura madre de mis hijos - ¡qué ridículo era! - , quien sería mi compañera a lo largo de aquella incierta travesía que apenas comenzaba, llamada vida. Ambos, echados sobre nuestros brazos, mirándonos, respirábamos lo más sutilmente posible para que Susana no supiera dónde estábamos. Brenda llevaba aún puesta la ropa de baño con la que había nadado de extremo a extremo de la piscina durante la tarde con la gracia de una sirena. El bikini dejaba al descubierto sus nacientes formas de mujer que aún no era. El pelo alborotado, húmedo, se le pegaba a la frente y caía sobre su cara de niña traviesa; ella movía lentamente el brazo desde su posición lateral y empujaba con la mano los hilos dorados de su ensortijada melena para alejarlos de su rostro.

En ese momento, con su presencia tan cercana, empecé a sentir que mi percepción del mundo había sido trastocada. No existía nadie más en aquella habitación que Brenda y yo. Ni Susana, ni Marco, ni Juan, ni María Fernanda, ni Esther, ni Gianmarco. Brenda y yo, yo y Brenda. Tenerla tan cerca, con la ausencia casi completa de ropa que la protegiera de mis irreprimibles y húmedos pensamientos adolescentes, hacía que me sumergiera en una vorágine de deseos y contrariedades que nunca antes había experimentado.

Susana trataba de adivinar dónde se había escondido cada uno, pero sus intentos eran infructíferos, lo cual resultaba perfecto para mí, pues me daba mucho más tiempo para estar al lado de Brenda. Todos permanecíamos en total silencio, con las luces del cuarto apagadas, pero con los rayos del ardiente sol de febrero rompiendo la oscuridad a través de las cortinas. No se escuchaba casi ninguna respiración y Susana comenzaba a desesperarse. Brenda y yo nos mirábamos en la parcial penumbra que reinaba en nuestro escondite, como si nuestros ojos emitieran una luz imperceptible para los demás. El calor de la tarde no había cesado, y ahí, debajo de la cama, parecía ebullir sin piedad.

Nos sentíamos agobiados por la transpiración, pero no podíamos escapar a ningún sitio. A decir verdad, yo tampoco quería escapar a ningún sitio. No imaginaba lugar en el mundo donde me pudiera encontrar más feliz. Pero de pronto, algo me despertó del letargo absorbente en el que me encontraba. Fue un olor penetrante, irreconocible hasta ese momento, el que me trajo de vuelta a la realidad. Y aquel aroma extraño parecía provenir del cuerpo de mi compañera de escondite. Forcé la vista para ver exactamente en qué posición se encontraba Brenda, y me di con la sorpresa que no había bajado el brazo luego de mover el pelo de su rostro. Dejaba al descubierto una parte de su cuerpo en la cual yo no había reparado jamás. Los pliegues de su piel debajo del hombro derecho estaban totalmente estirados, lo que permitía ver la total desnudez de su axila, que en esa ocasión, alcancé a ver, se encontraba bañada por unas gotas de sudor que la recorrían de norte a sur en pos de la no muy empinada cumbre de su incipiente seno derecho. Ese perfume delicioso, intoxicante, parecía proceder de ahí. El calor no nos daba sosiego, y era inevitable que tarde o temprano, del cuerpo de alguno de los dos comenzara a emanar un olor a verano.

Hoy no puedo describir a cabalidad lo que ese olor produjo en mí. Aquellas partes del cuerpo suelen ser inmediatamente asociadas, más aun durante el verano, a olores repugnantes; hedores más que olores. Pero tal no fue el caso de Brenda. No sé si fue porque éramos aún muy jóvenes que aquel olor no me desagradó, o simplemente porque la obsesión por ella había calado tan profundamente en mi ser que distorsionó todos mis sentidos, pero aquel aroma me causó una mezcla de sensaciones que hoy no puedo descifrar, menos aún olvidar. Debo decir que el juego terminó sin mayores sobresaltos – para mi desgracia y desagrado – cuando nuestras madres decidieron que era ya hora de irnos. Brenda y yo nos dimos un soso beso de despedida en la mejilla que no correspondía para nada con el idílico y fugaz pseudoromance (al menos así lo veían mis ojos de pueril soñador) que habíamos tenido durante aquella hirviente tarde de verano.

A partir de ese día, Brenda no volvió a ser la misma ante mis ojos. Se convirtió en un aroma, en un perfume. Ya no divagaba pensando en ella a mi lado, viendo el atardecer frente al frío mar limeño, sino que transitaba por el sendero de la sinrazón, haciendo de una chica de catorce años, un olor tatuado en lo más profundo de mi olfato, ahí donde la memoria evoca aquellas sensaciones que tergiversan nuestra percepción en el momento menos inesperado y para siempre.

Nunca dejé de ser un idiota. Y Brenda nunca más fue una chica. Su condición física se vio transtornada ante mis sentidos por aquellas gotas saladas que recorrieron los poros desbordados de la parte interior de su brazo, alcanzando la cumbre de aquella tímida y naciente elevación de su anatomía, ligeramente oscurecida en la punta, a la cual yo nunca pude acceder.

No tuve la oportunidad de ver el atardecer abrazando a Brenda por la espalda, rozando contra mi cuerpo la vertiginosa curvatura de sus inacabables encantos. Aquel verano decidí seguir soñando con ella, viviendo en mi propio mundo donde la utopía era cuestión de rutina, mas ya no me dejé encandilar por sus formas perfectas de adolescente coqueta, sino por la sinuosa peligrosidad de sus olores de niña mujer.





miércoles, 28 de mayo de 2008

Carta al hombre que mas amé

"Es un buen tipo mi viejo..."

Hoy cumplirías noventa y ocho años, y aunque no te pueda dar un beso como solía hacerlo cada mañana de los 28 de mayo, diciéndote que te adoro, mordiéndote el lóbulo de la oreja izquierda, no quiero dejar de escribirte como si estuvieras acá, como siempre estuviste, a mi lado.

Feliz día. Lo escribo así, sin pompas, sin exclamación. Tu ausencia no pasa desapercibida en mi vida, sin embargo, saber que cuento con un ángel más en el cielo -el que más me ha querido- me permite vivir plenamente pues tengo la tranquilidad de saberme protegido.

Un día soleado, maravilloso, perfecto para festejar tu unión con la Mencha, una vez más, pero ahora allá arriba. El estruendo de las trompetas de la banda militar rompiendo el doloroso silencio, rindiéndote los honores que nunca serán suficientes, el llanto ahogado de los que te quisieron, el respeto solemne de quienes te admiraron, el agradecimiento eterno de los que te gozamos.

Tu cuerpo inerte descendía lentamente sujetado por dos bandas de lona verde, llevándose tan sólo tu envoltura ya avejentada, arrugada, frágil. Yo permanecía parado, solo, aislado, dándole gracias a la vida por haber nacido bajo tu mismo techo, el techo que tú construiste para mí, tu más ferviente admirador.

Los amigos dieron vuelta de página, y caminaron compungidos dejándote atrás en la tranquilidad de aquel hueco adonde habías entrado a descansar finalmente. Yo no pude. Necesitaba un momento a solas contigo. Un minuto más en tu compañía. Un tiempo para conversar contigo de hijo a padre, y agradecerte por la oportunidad magnífica de haberme hecho hombre a tu lado, para confesarte que fue un privilegio haberte tenido como ejemplo, como guía, como maestro.

Vine al mundo exactamente setenta años, tres meses y un día después que tú, y a pesar de haber entrado en tu vida un poco tarde, tu jovialidad, tu ternura, tu cariño inocente y sincero de padre primerizo -porque fuiste mi primer padre-, llenaron mi vida de hermosos, aleccionadores momentos que siempre albergaré en el lugar más recóndito de mi ser, aquel sitio que no comparto con nadie porque ni yo sé dónde se encuentra; sólo sé que está ahí, pensando en ti, recordándote con alegría y nostalgia, con amor y melancolía.

Fuiste único, irrepetible, ejemplar. Hoy, y porque no he olvidado lo que me fue pedido, cumplo mi promesa. Al mes de tu partida física, reunidos para recordarte, tuve la dicha de compartir mis sentimientos, mis pensamientos, la imagen tuya que dejaste tatuada en mi corazón, en mi mente, en mi alma. Como dije aquel día, aún evoco en la memoria aquella tarde de invierno; yo echado a tus pies sobre la alfombra de la sala, un niño curioso jugando con los Legos. Tú, sentado leyendo el periódico, interrumpes tu lectura y preguntas: "Pitín, ¿qué quieres ser de grande?". De la forma más infantil y sincera te respondí que no tenía idea.

Pues hoy, si tuviera otra vez la oportunidad de responderte, me sentaría junto a ti, miraría tus ojitos pequeños y avellanados, te mordería una sola vez más la orejita y te diría al oído, más seguro que nunca y con la convicción inquebrantable que siempre me inculcaste:
"Como tú, gordo".

jueves, 8 de mayo de 2008

Renacer

¿Cómo empezar? La pregunta ha rondado mi cabeza ya durante varios días. Debo contar acaso cómo te conocí o quizás cómo has cambiado mi vida. La verdad no sé, por ahora sólo me queda dejar que las palabras fluyan, que los sustantivos lideren, que los adjetivos adornen y que los verbos se conjuguen, tal como se conjugaron nuestras almas aquella memorable noche al unir nuestros cuerpos al son de los tambores y timbales del caribe dominicano.

Te conocí sin querer conocerte. Estabas frente a mí, con la mirada oculta entre los cabellos achocolatados, los ojos rutilantes clavados en los libros como si ellos fueran los únicos capaces de protegerte del vendaval de emociones que amenazaba tu indomable soberanía. Dije tu nombre y apenas escuché una réplica tuya. Tu voz insonora se diluyó en el ambiente saturado de ese salón donde nunca imaginé conocería la felicidad. No osaste levantar siquiera la mirada, pues sabías de antemano que yo ya tenía grabada en la mente aquella conjunción nombre-rostro que te definía como persona.

Aquél a quien ya habías visto en más de una ocasión, y que nunca te había notado, se encontraba en ese momento delante tuyo, retándote a salir del capullo en el cual te habías cobijado durante tanto tiempo, pues era inconcebible que una mujer como tú permaneciera siquiera un segundo más en el anonimato infame de la soledad perpetua.

Fue una lucha ardua, intensa, vibrante. El capullo era más duro de lo que creía, mas poco a poco parecía colapsar ante las incesantes arremetidas de mi ingenio desvergonzado. Ya no me importaba nada, sólo descubrir qué maravillas ocultaban aquellos ojos colmados de nostalgia que clamaban por un renacer, por una nueva oportunidad.

Y así fue. No cesé ni un segundo. Esta vez no me dejaría vencer por la adversidad como cuando era un cobarde adolescente. La experiencia me había enseñado que las cosas buenas no sólo se merecen, se buscan hasta conseguirlas. Y tú, sí, sólo tú podrías ofrecerme el mismo renacer que yo decidí brindarte cuando por primera vez nuestras miradas se encontraron y nos perdimos en la expresión de nuestros propios deseos, sin reparar en los que ocupaban el mismo espacio agobiante, sin el acoso detestable del tiempo que todo lo limita, que todo lo apura, que todo lo termina.

Un café, un libro, un concierto y un Mudslide. Así nació todo. Ellos serán siempre los vínculos que traerán a la memoria el éxito innegable, rotundo de aquella primera cita. El beso que no nos dimos pero que en todo momento deseamos llegó tan sólo dos días después, ya con los cuerpos empapados sobre el ambiente claustrofóbico de una pista de baile donde no había nadie más que nosotros contoneando los cuerpos al unísono de las melodías provenientes de los enormes parlantes apostados en las oscuras esquinas.

Tuve que buscar tus labios escurridizos, traviesos, juguetones. Tu mirada permanecía sumergida en los movimientos sincronizados de nuestras piernas como si sintieras vergüenza de tus tímidos sentimientos. Juan Luis hablaba del costo de la vida y cómo éste sube otra vez, y así tuve yo también que subir tu rostro para ponerlo frente al mío y por fin perderme en el impacto descarnado de mi boca contra tus labios inermes, embriagantes.

Lo que vino después queda sólo para nosotros pues la historia recién comienza. Tú y yo, felices protagonistas, seremos los encargados de tatuar en las propias almas, seguramente con menos lágrimas que sonrisas, el porvenir de esta increíble relación no prevista, no planeada, no imaginada.

Hoy sé que hemos renacido juntos.