En cuestión de mujeres, siempre fui un soñador, romántico, idealista…en pocas palabras: un idiota. Durante la adolescencia, tenía la perenne idea que conocería a la chica de mis sueños, aquélla que me robaría el corazón, con quien esperaría los atardeceres frente al mar, yo abrazándola por detrás, ella dejándose asir por la espalda, observando el sol ocultarse con la mirada perdida en el horizonte.
Hoy, a mis veintinueve años, tengo el recuerdo impreso en la mente del primer momento en que estuve cerca de una chica. Su nombre era Brenda, una amiga del grupo con el cual pasé mis años de adolescente. Brenda era ocho meses mayor que yo. Tenía la piel blanca y ojos pequeños color caramelo muy profundos, eternos, casi infinitos. La nariz respingada, la cara angulosa, el pelo cayendo en ondas inmensas sobre los hombros estrechos, tímidos. Tenía las piernas finamente alargadas, delgadas y firmes, cubiertas de una tenue capa de minúsculos vellos rubios. Hoy, al mirar atrás, debo aceptar que no era la más brillante de las chicas que alguna vez conocí, pero cuando se tiene trece años y tu cuerpo es una maraña de hormonas que dificultan la claridad de pensamiento, qué importa si la mujer de tus sueños no es la reencarnación de Marie Curie.
Durante un verano completo yo viví perdidamente enamorado de Brenda, pero nunca me atreví a decírselo. Todas las noches durante tres meses me imaginé la puesta del sol frente al mar de Ancón besándola, diciéndole al oído que la amaba, que nadie la haría tan feliz como yo. Mi idiotez alcanzaba límites inimaginables cuando divagaba pensando en un futuro a su lado. Aún no me había terminado de cambiar la voz, tenía cuatro pelos ridículos a los costados de los labios, y ya perdía el tiempo pensando en veladas amorosas y relaciones duraderas. Todo un papanatas.
Cuando Brenda se acercaba a mí, la piel se me erizaba. Creo que ella nunca se dio cuenta de lo que yo realmente sentía, pues a pesar de ser un estúpido, convicto y confeso, usaba como único bastión de defensa la innata capacidad histriónica heredada de quién sabe cuál de mis ancestros. A su lado yo era el chico más relajado, despreocupado, cool del universo. Conversaba con ella con increíble soltura, como si con las justas me percatara de su presencia. Era la única arma de la cual disponía. Si Brenda hubiese sido un poco más perceptiva, quizás suspicaz, se hubiera dado cuenta que detrás de esa apariencia de 'chibolo limeño conchudo', había un pobre niño cobarde al cual le temblaban las piernas con el solo perfume que emanaba de las hebras de su ondulado pelo.
Hoy evoco aquellas tardes de verano en su casa, jugando a “las escondidas”, “las chapadas”, o “cucurucho” - aquel juego en el que nos escondíamos todos menos uno dentro de una habitación y el que había permanecido fuera del cuarto tenía que entrar para adivinar dónde estaban todos los escondidos. Ése era sin duda mi juego favorito. En mi memoria siempre quedará una tarde de febrero, cuando el calor parecía arreciar más que nunca, en la que decidimos jugar precisamente “cucurucho”.
Estábamos todos los del grupo en la casa de Brenda. Habíamos almorzado hamburguesas con papas fritas junto a la piscina, y luego de bañarnos relajadamente, aún nos quedaban varias horas de la tarde para hacer algo divertido. Alguien propuso jugar algo. Ni corto ni perezoso, me apuré a sugerir “cucurucho”. Hubo gestos de aprobación en casi todos, así que por mayoría se acordó que jugaríamos mi juego favorito. La vida me sonreía: sería la oportunidad perfecta para estar dentro de un cuarto, a oscuras, cerca de Brenda.
Como el cuarto del hermano de Brenda era el más grande de la casa, decidimos jugar ahí. Habían dos camas, un escritorio, el televisor y un ropero amplísimo, que iba de pared a pared. Éramos ocho las personas que jugaríamos, así que el primero en salir del cuarto sería decidido a través del “yan kem po”. Inmediatamente me embargó un sentimiento de ansiedad, pues no quería, por ningún motivo, que Brenda o yo tuviéramos que dejar la habitación. Luego de una ardua y estresante muestra manual de tijeras, papeles y piedras, fue Susana la que debió salir. Todo iba a pedir de boca.
Susana salió y teníamos aproximadamente un minuto y treinta segundos para escondernos. Los siete que habíamos permanecido adentro corríamos como borregos descarriados tratando de no chocar los unos con los otros en pos de un escondite indescifrable. Juan y Marco optaron por el enorme ropero de Gianmarco. Éste último se arrodilló, agachó la cabeza y se metió debajo del escritorio, con mucho cuidado de no golpearse. Esther y María Fernanda se escondieron debajo de la cama de Gianmarco, dejando como único lugar posible, la otra cama de la habitación. Brenda y yo sentimos que nos quedábamos sin tiempo, pues Susana anunciaba desde el exterior que estaba a punto de entrar, sin importar que estuviéramos o no todos escondidos.
“¡Apúrate, los dos debajo de esta cama!”, fue lo único que atiné a susurrarle al oído. Brenda obedeció, extendió su hermoso cuerpo sobre la alfombra y rodó hasta sumergirse por completo debajo de la cama de dos plazas que acompañaba a la de su hermano. Yo hice exactamente lo mismo, y quedé a su lado, a centímetros de su rostro, inmóvil y absorto, abrumado por la ínfima distancia que nos separaba.
Susana entró en la habitación y el juego empezó. Para mí, lo único que contaba era la proximidad que tenía con la chica de mis sueños, la futura madre de mis hijos - ¡qué ridículo era! - , quien sería mi compañera a lo largo de aquella incierta travesía que apenas comenzaba, llamada vida. Ambos, echados sobre nuestros brazos, mirándonos, respirábamos lo más sutilmente posible para que Susana no supiera dónde estábamos. Brenda llevaba aún puesta la ropa de baño con la que había nadado de extremo a extremo de la piscina durante la tarde con la gracia de una sirena. El bikini dejaba al descubierto sus nacientes formas de mujer que aún no era. El pelo alborotado, húmedo, se le pegaba a la frente y caía sobre su cara de niña traviesa; ella movía lentamente el brazo desde su posición lateral y empujaba con la mano los hilos dorados de su ensortijada melena para alejarlos de su rostro.
En ese momento, con su presencia tan cercana, empecé a sentir que mi percepción del mundo había sido trastocada. No existía nadie más en aquella habitación que Brenda y yo. Ni Susana, ni Marco, ni Juan, ni María Fernanda, ni Esther, ni Gianmarco. Brenda y yo, yo y Brenda. Tenerla tan cerca, con la ausencia casi completa de ropa que la protegiera de mis irreprimibles y húmedos pensamientos adolescentes, hacía que me sumergiera en una vorágine de deseos y contrariedades que nunca antes había experimentado.
Susana trataba de adivinar dónde se había escondido cada uno, pero sus intentos eran infructíferos, lo cual resultaba perfecto para mí, pues me daba mucho más tiempo para estar al lado de Brenda. Todos permanecíamos en total silencio, con las luces del cuarto apagadas, pero con los rayos del ardiente sol de febrero rompiendo la oscuridad a través de las cortinas. No se escuchaba casi ninguna respiración y Susana comenzaba a desesperarse. Brenda y yo nos mirábamos en la parcial penumbra que reinaba en nuestro escondite, como si nuestros ojos emitieran una luz imperceptible para los demás. El calor de la tarde no había cesado, y ahí, debajo de la cama, parecía ebullir sin piedad.
Nos sentíamos agobiados por la transpiración, pero no podíamos escapar a ningún sitio. A decir verdad, yo tampoco quería escapar a ningún sitio. No imaginaba lugar en el mundo donde me pudiera encontrar más feliz. Pero de pronto, algo me despertó del letargo absorbente en el que me encontraba. Fue un olor penetrante, irreconocible hasta ese momento, el que me trajo de vuelta a la realidad. Y aquel aroma extraño parecía provenir del cuerpo de mi compañera de escondite. Forcé la vista para ver exactamente en qué posición se encontraba Brenda, y me di con la sorpresa que no había bajado el brazo luego de mover el pelo de su rostro. Dejaba al descubierto una parte de su cuerpo en la cual yo no había reparado jamás. Los pliegues de su piel debajo del hombro derecho estaban totalmente estirados, lo que permitía ver la total desnudez de su axila, que en esa ocasión, alcancé a ver, se encontraba bañada por unas gotas de sudor que la recorrían de norte a sur en pos de la no muy empinada cumbre de su incipiente seno derecho. Ese perfume delicioso, intoxicante, parecía proceder de ahí. El calor no nos daba sosiego, y era inevitable que tarde o temprano, del cuerpo de alguno de los dos comenzara a emanar un olor a verano.
Hoy no puedo describir a cabalidad lo que ese olor produjo en mí. Aquellas partes del cuerpo suelen ser inmediatamente asociadas, más aun durante el verano, a olores repugnantes; hedores más que olores. Pero tal no fue el caso de Brenda. No sé si fue porque éramos aún muy jóvenes que aquel olor no me desagradó, o simplemente porque la obsesión por ella había calado tan profundamente en mi ser que distorsionó todos mis sentidos, pero aquel aroma me causó una mezcla de sensaciones que hoy no puedo descifrar, menos aún olvidar. Debo decir que el juego terminó sin mayores sobresaltos – para mi desgracia y desagrado – cuando nuestras madres decidieron que era ya hora de irnos. Brenda y yo nos dimos un soso beso de despedida en la mejilla que no correspondía para nada con el idílico y fugaz pseudoromance (al menos así lo veían mis ojos de pueril soñador) que habíamos tenido durante aquella hirviente tarde de verano.
A partir de ese día, Brenda no volvió a ser la misma ante mis ojos. Se convirtió en un aroma, en un perfume. Ya no divagaba pensando en ella a mi lado, viendo el atardecer frente al frío mar limeño, sino que transitaba por el sendero de la sinrazón, haciendo de una chica de catorce años, un olor tatuado en lo más profundo de mi olfato, ahí donde la memoria evoca aquellas sensaciones que tergiversan nuestra percepción en el momento menos inesperado y para siempre.
Nunca dejé de ser un idiota. Y Brenda nunca más fue una chica. Su condición física se vio transtornada ante mis sentidos por aquellas gotas saladas que recorrieron los poros desbordados de la parte interior de su brazo, alcanzando la cumbre de aquella tímida y naciente elevación de su anatomía, ligeramente oscurecida en la punta, a la cual yo nunca pude acceder.
No tuve la oportunidad de ver el atardecer abrazando a Brenda por la espalda, rozando contra mi cuerpo la vertiginosa curvatura de sus inacabables encantos. Aquel verano decidí seguir soñando con ella, viviendo en mi propio mundo donde la utopía era cuestión de rutina, mas ya no me dejé encandilar por sus formas perfectas de adolescente coqueta, sino por la sinuosa peligrosidad de sus olores de niña mujer.
Hoy, a mis veintinueve años, tengo el recuerdo impreso en la mente del primer momento en que estuve cerca de una chica. Su nombre era Brenda, una amiga del grupo con el cual pasé mis años de adolescente. Brenda era ocho meses mayor que yo. Tenía la piel blanca y ojos pequeños color caramelo muy profundos, eternos, casi infinitos. La nariz respingada, la cara angulosa, el pelo cayendo en ondas inmensas sobre los hombros estrechos, tímidos. Tenía las piernas finamente alargadas, delgadas y firmes, cubiertas de una tenue capa de minúsculos vellos rubios. Hoy, al mirar atrás, debo aceptar que no era la más brillante de las chicas que alguna vez conocí, pero cuando se tiene trece años y tu cuerpo es una maraña de hormonas que dificultan la claridad de pensamiento, qué importa si la mujer de tus sueños no es la reencarnación de Marie Curie.
Durante un verano completo yo viví perdidamente enamorado de Brenda, pero nunca me atreví a decírselo. Todas las noches durante tres meses me imaginé la puesta del sol frente al mar de Ancón besándola, diciéndole al oído que la amaba, que nadie la haría tan feliz como yo. Mi idiotez alcanzaba límites inimaginables cuando divagaba pensando en un futuro a su lado. Aún no me había terminado de cambiar la voz, tenía cuatro pelos ridículos a los costados de los labios, y ya perdía el tiempo pensando en veladas amorosas y relaciones duraderas. Todo un papanatas.
Cuando Brenda se acercaba a mí, la piel se me erizaba. Creo que ella nunca se dio cuenta de lo que yo realmente sentía, pues a pesar de ser un estúpido, convicto y confeso, usaba como único bastión de defensa la innata capacidad histriónica heredada de quién sabe cuál de mis ancestros. A su lado yo era el chico más relajado, despreocupado, cool del universo. Conversaba con ella con increíble soltura, como si con las justas me percatara de su presencia. Era la única arma de la cual disponía. Si Brenda hubiese sido un poco más perceptiva, quizás suspicaz, se hubiera dado cuenta que detrás de esa apariencia de 'chibolo limeño conchudo', había un pobre niño cobarde al cual le temblaban las piernas con el solo perfume que emanaba de las hebras de su ondulado pelo.
Hoy evoco aquellas tardes de verano en su casa, jugando a “las escondidas”, “las chapadas”, o “cucurucho” - aquel juego en el que nos escondíamos todos menos uno dentro de una habitación y el que había permanecido fuera del cuarto tenía que entrar para adivinar dónde estaban todos los escondidos. Ése era sin duda mi juego favorito. En mi memoria siempre quedará una tarde de febrero, cuando el calor parecía arreciar más que nunca, en la que decidimos jugar precisamente “cucurucho”.
Estábamos todos los del grupo en la casa de Brenda. Habíamos almorzado hamburguesas con papas fritas junto a la piscina, y luego de bañarnos relajadamente, aún nos quedaban varias horas de la tarde para hacer algo divertido. Alguien propuso jugar algo. Ni corto ni perezoso, me apuré a sugerir “cucurucho”. Hubo gestos de aprobación en casi todos, así que por mayoría se acordó que jugaríamos mi juego favorito. La vida me sonreía: sería la oportunidad perfecta para estar dentro de un cuarto, a oscuras, cerca de Brenda.
Como el cuarto del hermano de Brenda era el más grande de la casa, decidimos jugar ahí. Habían dos camas, un escritorio, el televisor y un ropero amplísimo, que iba de pared a pared. Éramos ocho las personas que jugaríamos, así que el primero en salir del cuarto sería decidido a través del “yan kem po”. Inmediatamente me embargó un sentimiento de ansiedad, pues no quería, por ningún motivo, que Brenda o yo tuviéramos que dejar la habitación. Luego de una ardua y estresante muestra manual de tijeras, papeles y piedras, fue Susana la que debió salir. Todo iba a pedir de boca.
Susana salió y teníamos aproximadamente un minuto y treinta segundos para escondernos. Los siete que habíamos permanecido adentro corríamos como borregos descarriados tratando de no chocar los unos con los otros en pos de un escondite indescifrable. Juan y Marco optaron por el enorme ropero de Gianmarco. Éste último se arrodilló, agachó la cabeza y se metió debajo del escritorio, con mucho cuidado de no golpearse. Esther y María Fernanda se escondieron debajo de la cama de Gianmarco, dejando como único lugar posible, la otra cama de la habitación. Brenda y yo sentimos que nos quedábamos sin tiempo, pues Susana anunciaba desde el exterior que estaba a punto de entrar, sin importar que estuviéramos o no todos escondidos.
“¡Apúrate, los dos debajo de esta cama!”, fue lo único que atiné a susurrarle al oído. Brenda obedeció, extendió su hermoso cuerpo sobre la alfombra y rodó hasta sumergirse por completo debajo de la cama de dos plazas que acompañaba a la de su hermano. Yo hice exactamente lo mismo, y quedé a su lado, a centímetros de su rostro, inmóvil y absorto, abrumado por la ínfima distancia que nos separaba.
Susana entró en la habitación y el juego empezó. Para mí, lo único que contaba era la proximidad que tenía con la chica de mis sueños, la futura madre de mis hijos - ¡qué ridículo era! - , quien sería mi compañera a lo largo de aquella incierta travesía que apenas comenzaba, llamada vida. Ambos, echados sobre nuestros brazos, mirándonos, respirábamos lo más sutilmente posible para que Susana no supiera dónde estábamos. Brenda llevaba aún puesta la ropa de baño con la que había nadado de extremo a extremo de la piscina durante la tarde con la gracia de una sirena. El bikini dejaba al descubierto sus nacientes formas de mujer que aún no era. El pelo alborotado, húmedo, se le pegaba a la frente y caía sobre su cara de niña traviesa; ella movía lentamente el brazo desde su posición lateral y empujaba con la mano los hilos dorados de su ensortijada melena para alejarlos de su rostro.
En ese momento, con su presencia tan cercana, empecé a sentir que mi percepción del mundo había sido trastocada. No existía nadie más en aquella habitación que Brenda y yo. Ni Susana, ni Marco, ni Juan, ni María Fernanda, ni Esther, ni Gianmarco. Brenda y yo, yo y Brenda. Tenerla tan cerca, con la ausencia casi completa de ropa que la protegiera de mis irreprimibles y húmedos pensamientos adolescentes, hacía que me sumergiera en una vorágine de deseos y contrariedades que nunca antes había experimentado.
Susana trataba de adivinar dónde se había escondido cada uno, pero sus intentos eran infructíferos, lo cual resultaba perfecto para mí, pues me daba mucho más tiempo para estar al lado de Brenda. Todos permanecíamos en total silencio, con las luces del cuarto apagadas, pero con los rayos del ardiente sol de febrero rompiendo la oscuridad a través de las cortinas. No se escuchaba casi ninguna respiración y Susana comenzaba a desesperarse. Brenda y yo nos mirábamos en la parcial penumbra que reinaba en nuestro escondite, como si nuestros ojos emitieran una luz imperceptible para los demás. El calor de la tarde no había cesado, y ahí, debajo de la cama, parecía ebullir sin piedad.
Nos sentíamos agobiados por la transpiración, pero no podíamos escapar a ningún sitio. A decir verdad, yo tampoco quería escapar a ningún sitio. No imaginaba lugar en el mundo donde me pudiera encontrar más feliz. Pero de pronto, algo me despertó del letargo absorbente en el que me encontraba. Fue un olor penetrante, irreconocible hasta ese momento, el que me trajo de vuelta a la realidad. Y aquel aroma extraño parecía provenir del cuerpo de mi compañera de escondite. Forcé la vista para ver exactamente en qué posición se encontraba Brenda, y me di con la sorpresa que no había bajado el brazo luego de mover el pelo de su rostro. Dejaba al descubierto una parte de su cuerpo en la cual yo no había reparado jamás. Los pliegues de su piel debajo del hombro derecho estaban totalmente estirados, lo que permitía ver la total desnudez de su axila, que en esa ocasión, alcancé a ver, se encontraba bañada por unas gotas de sudor que la recorrían de norte a sur en pos de la no muy empinada cumbre de su incipiente seno derecho. Ese perfume delicioso, intoxicante, parecía proceder de ahí. El calor no nos daba sosiego, y era inevitable que tarde o temprano, del cuerpo de alguno de los dos comenzara a emanar un olor a verano.
Hoy no puedo describir a cabalidad lo que ese olor produjo en mí. Aquellas partes del cuerpo suelen ser inmediatamente asociadas, más aun durante el verano, a olores repugnantes; hedores más que olores. Pero tal no fue el caso de Brenda. No sé si fue porque éramos aún muy jóvenes que aquel olor no me desagradó, o simplemente porque la obsesión por ella había calado tan profundamente en mi ser que distorsionó todos mis sentidos, pero aquel aroma me causó una mezcla de sensaciones que hoy no puedo descifrar, menos aún olvidar. Debo decir que el juego terminó sin mayores sobresaltos – para mi desgracia y desagrado – cuando nuestras madres decidieron que era ya hora de irnos. Brenda y yo nos dimos un soso beso de despedida en la mejilla que no correspondía para nada con el idílico y fugaz pseudoromance (al menos así lo veían mis ojos de pueril soñador) que habíamos tenido durante aquella hirviente tarde de verano.
A partir de ese día, Brenda no volvió a ser la misma ante mis ojos. Se convirtió en un aroma, en un perfume. Ya no divagaba pensando en ella a mi lado, viendo el atardecer frente al frío mar limeño, sino que transitaba por el sendero de la sinrazón, haciendo de una chica de catorce años, un olor tatuado en lo más profundo de mi olfato, ahí donde la memoria evoca aquellas sensaciones que tergiversan nuestra percepción en el momento menos inesperado y para siempre.
Nunca dejé de ser un idiota. Y Brenda nunca más fue una chica. Su condición física se vio transtornada ante mis sentidos por aquellas gotas saladas que recorrieron los poros desbordados de la parte interior de su brazo, alcanzando la cumbre de aquella tímida y naciente elevación de su anatomía, ligeramente oscurecida en la punta, a la cual yo nunca pude acceder.
No tuve la oportunidad de ver el atardecer abrazando a Brenda por la espalda, rozando contra mi cuerpo la vertiginosa curvatura de sus inacabables encantos. Aquel verano decidí seguir soñando con ella, viviendo en mi propio mundo donde la utopía era cuestión de rutina, mas ya no me dejé encandilar por sus formas perfectas de adolescente coqueta, sino por la sinuosa peligrosidad de sus olores de niña mujer.
1 comentario:
asi como dicen que el amor es ciego, a veces tampoco tiene sentido del olfato.
saludos
Publicar un comentario