El corredor se iba haciendo más oscuro y mis miedos más intensos. Sabía a ciencia cierta que de ésta no tendría regreso, pues había excedido el límite de lo moralmente permitido y merecía el castigo que me esperaba. Había logrado asumir mi culpa desde mucho antes de ser siquiera descubierto, e irónicamente, no me arrepentía. Lo había hecho con el conocimiento pleno de lo absurdamente estúpido que era, pero ni eso me detuvo. Ya había empezado y no había vuelta atrás. Se había convertido en un vicio, una adicción, la droga sin la cual mis días no tenían sentido, el dulce elixir de vida, único motivo por el cual me despertaba durante cada una de esas infernales, casi demoníacas mañanas de invierno. Pasar noches completas en vela esperando que por fin amanezca y el deprimente cielo limeño tome ese color grisáceo tan peculiarmente detestable había sido sólo soportable gracias al patético, casi enfermizo entusiasmo que me generaba la idea de volver a hacer lo que había empezado casi como un juego, una travesura sin pies ni cabeza que nunca pensé me podría llegar a obsesionar de tal manera. Los vaivenes mentales en los que me sumergía pensando cómo lograría mi cometido en cada nueva oportunidad me mantenían absorto durante el trabajo. Se había vuelto casi imposible seguir cumpliendo con mis labores cuando no dejaba de pensar qué haríamos, cómo lo haríamos y, sobre todo, qué pasaría si nos descubrieran. La adrenalina me mantenía al límite de la razón pues no pensaba en otra cosa que salir corriendo y dejar que mis instintos se apoderen de mi cuerpo, de mi mente, de mi alma.
Cada vez que lo lográbamos, la rutina se repetía. Llegar, tocar el timbre, entrar al departamento y empezar con un inocente beso, un roce ínfimo de nuestros labios que sabíamos sería la antesala a todo lo que vendría después, ya presas del desenfreno y el deseo irreprimible. Siempre empezaba todo con un mensaje matutino, claro, conciso, mágico: “Todo listo, te espero”. Apenas leía ese mensaje, todo a mi alrededor perdía sentido. Ya no estaba presente, la perspectiva de lo que me rodeaba se diluía en imágenes y olores que ya estaban grabados en mi mente de forma perenne, quizás lo único que nadie me podría quitar. El perfume de su cuello, la suavidad de sus manos, la desviación constante de sus ojos hacia mi vientre, mordiéndose el labio inferior, deseosa de ver qué escondía entre las piernas. La perfecta redondez de sus senos, su cintura incandescente, abrasiva, magneto inevitable para mis manos que perdían la cordura cuando la abrazaba por detrás, rozando todos mis atributos contra la curvatura vertiginosa de su baja espalda.
Cuando el celular vibraba dentro del bolsillo de mi pantalón, mi mente reaccionaba inmediatamente, despertándome del letargo, dándome una prueba absoluta de que aquella mañana, una vez más, tendría suerte. Automáticamente, mi cerebro proyectaba sin cesar las imágenes de ambos desnudos sobre su cama, ella diciéndome al oído lo mal que estaba lo nuestro, pero al mismo tiempo exigiéndome que acabara dentro de ella, que la hiciera mía hasta donde las fuerzas me dieran, vertiendo en su interior, así, sin pensar, toda mi desesperación, llenándola de mí, por favor, te lo suplico.
Una vez en su habitación, no teníamos cómo detenernos. Jurábamos una y otra vez que aquélla sería la última vez que lo haríamos, pero ambos sabíamos que todo era una mentira, una patraña perfectamente planeada en ese instante desbordante de sabores y sensaciones para justificar la continuación de la empresa sin retorno en la cual ya nos habíamos embarcado. Eran minutos trepidantes, alucinantes, indescriptibles, y exacerbados aún más por el aura de incorrección que los rodeaba. Nos encantaba saber que lo que estábamos haciendo estaba mal, pésimo. Era una relación perversa, pérfida, prohibida, y todo eso la hacía única. Por eso no tendría fin. Qué equivocados estábamos.
Faltaban pocos pasos para llegar al final del corredor, donde se encontraba aquella puerta metálica, sólida, testigo silente del sufrimiento de aquellos que de una u otra forma hicieron lo que les provocó mientras pudieron. Cerré los ojos y me dejé llevar por los brazos policiales que me sujetaban, pensando cómo nos habían descubierto aquella mañana de invierno, de la manera más absurda e impensada, todo por un error de cálculo. Nunca debiste dejar el celular apagado. Sabías que él siempre llamaba antes de llegar a tu casa. Ahora yo estoy acá, muerto de miedo, a punto de traspasar el umbral de aquella atemorizante puerta, mientras él, bajo tierra, se revuelca en su putridez con el alma sin descanso por la traición y la marca en el cuello de la punta del lapicero de tu mesa de noche que me salvó, momentánemente, de la muerte. Y tú, en una clínica, internada por los desgarros sangrantes que te produje al salir tan bruscamente de entre tus piernas, con un niño en camino, cuyo padre, no es aquél que ya fue enterrado, sino éste, que está a punto de ser ejecutado, tu mejor amigo.
Ahora entiendo a quién venció aquel infeliz que pintó la pared. Venció a la moral, al buen comportamiento, pues rebasó los límites de lo estrictamente correcto sin arrepentirse, sin mirar atrás, tal cual lo hicimos tú y yo. Ya mañana, nuestro hijo, sin haber siquiera nacido, será huérfano.